Beast boy -o adios a Seth-
Hace unos días atrás mi virtual pal Amadeo me dijo, en explícito verde sobre blanco: ¡Se murió Seth Fisher! Esas noticias son las que le hacen sentir a uno que el mundo de alguna manera se rayó, que de la misma forma en que cuando uno escucha un disco, de esos que se dejaría en loop en el hemisferio izquierdo del cerebro, el mundo de repente hace ffffffffffzzffffff y ¡zas! se lo descubre un poco rayado y otro poco irreparable. O peor, solo puede sentirlo de esa forma. Que Fisher sea fisicamente hoy solo un cúmulo de páginas con sus dibujos nos hace, a los simplemente Domínguez y aquellos que desearían la obra del dibujante Seth no fuera parte de un ghetto sino de la educación primaria, enfrentar la dura realidad de que a pesar de que chapoteemos bestialmente nuestros zapatos rojos (tengan ellos forma de música, historietas, películas u otras almas de destrucción misiva) ya no habrá un lugar como casa.
Fisher era un dibujante. En realidad, por ser específicos, Fisher representaba (como una bola de cañon al corazón) la punta más extrema de esa sección atómica de dibujantes que aún logran emociones nuevas en el mainstream de los superhéroes (tierra de DC, Marvel e Image, algún que otro caballo oscuro). O sea, no era solo alguien sumamente libre en lo que a grafito respecta, era, tanto por mérito suyo como de Los Otros (los Turners, los Rosssz, los Ramos, los jimLee), todo lo que ya no es un dibujante en estos años. Al menos no uno que trabaja en la primera de los Hombres en Calzas.
Hijos de los Rayos del dibujante Jack Kirby, la bomba Gamma que era el editor de DC Julius Schwartz y masticados por la araña Stan Lee, la generación atómica (o aaatómica, si se quiere) son un grupo de dibujantes y algún que otro guionista expuestos a las radiaciones pop que generaron los productos a los que estaban asociados la triada fantástica de leyendas del comic arriba expuesta. La generación atómica absorvio esa radiación de forma tal que solo les quedaba la opción de pasearse por la maqueta en la que se convirtió a la historieta actual como uno de esos gigantes de juguetería que pululan en ficciones cinematográficas (cerca del club nocturno en Osaka donde Fisher murió al caer de un séptimo piso): de forma godzillesca, disfrazados chillonamente con sus pasados pero abriendo la mano y despidiendo poderes sónicos, acuáticos, centellas imposibles de imaginar que emita un simple mortal como nos. Ahí esta, para su saciar el tazmaniesco hambre de destrucción de los Atómicos, como ya dijimos, la metrópoli/maqueta que es el comic actual: un mundo chato, donde solo importan los sucesos y donde ya no hay una mística interna de cada serie sino que todo debe humedecerse frente a la leche del mega evento: todos somos cereales listo de ser permeables. Pero ahí están los hijos/dibujantes de la revolución pop: Mike Allred, Kyle Baker, Keith Giffen, Kevin O’Neill, Cameron Steward, Ryan Sook, Steve Rude, Darwin Cooke, Paul Pope, Philip Bond, Scott Morse y alguno más que debo olvidarme. Todos ellos lograron una especie de comunidad Gremlin en los comics, se convirtieron en el grito generacional de una joydivision y sin jamás, gracias a su originalidad, compartir otro rasgo que la contemporaneidad de sus obras. Se pasean por los superheroes como quien pasea por una feria de juguetes: fascinadas pero sin respeto alguno más que el generado por las ganas de divertirse y de contar, como niños con action figures, una historia. Una idea, o un sentir, que logra en su elasticidad hacer del comic algo parecido a una caminata lunar, ese juegos inflable al que ya no nos dejan entrar: un castillo volador que se sostiene en base a los aires del pasado, pero donde cada uno puede divertirse a su voluntad y limites físicos. Pero el aire del pasado cumple una función similar al helio, extralimita su propio limite y se convierte en algo que suena/ se ve distinto a casi todo, un pasado que más que reposar en bronce es consumido en forma de ácido.
Fisher era el Godzilla de la trouppe y lo demostró con solo un puñado de excursiones, con toda la extática infantil del término, como son su Flash: Time Flies, su reciente saga en Batman o su primer trabajo profesional Happydale: Devils in the desert (una especie de Freaks de Tod Browing mezclado y dibujado por las canciones del late Daniel Johnston). Las líneas en los dibujos de Fisher eran infinitas, pero contrario de otras líneas más derechas, las de Godzilla eran bestiales no por gruesas sino por delgadas, por lograr sostener y tensar una cadena de dibujos salidos de ese lugar que todos buscamos encontrar (la diversión con motor a imaginación) donde se conectan, por citar una viñeta de su creación, un edificio, una oruga humana, un coliseo en un globo de nieve, una cara precolombina, una robot bajo el agua, una lombriz gigante, otro robot pero de Oz, un mini conejo y etc. Lo que Seth hacía era jugar con dibujar lo primero que pensara (o al menos esa sensación transmitían sus obras) como si fuera una especie de Robert Crumb ultrapop, un Jim Woodring creado por Jack Kirby y con la furia de Geoff Darrow, que lanzaba todo lo que se le cruzaba por la cabeza y que encontraba en sus dedos, en su pecho y en su calvicie la droga perfecta para satisfacer a su imaginación.
En su GreenLantern: WillWorld Seth se recibe de gran bestia pop: su capacidad de transmitir la temporalidad de un lugar sin reglas físicas o lógicas (la tierra de Odd) lo muestra como no solo una M-16 de poptales sino como un cuentacuentos, un narrador, que sabía, de la misma forma que lo hacían su dibujos, conectar sus virtudes con sus demencias para construir una página de comic. Nada más y nada menos. Y, finalmente, en su ultimo trabajo (la palabra ultimo transmite una mortalidad que es imposible encontrar en una pagina de Fisher, es demasiado terráquea para sus relieves) Fisher se dibuja a si mismo: un monstruo amable, salido de una cajita de Lego, capaz de no dejar piedra sobre piedra a nivel convenciones, alguien que pica en los ojos y que a la vez nos da ganas de rascarnos esos lugares donde la historieta ya no muerde. Se van a extrañar los dientes de Fisher pero al menos nos quedan sus marcas, sus babas y sus ruinas. Y la godzillesca idea de que en lugar de hablar hacía un ruido que parecía un chorro de soda pasado por un sintetizador.